Nuestros padres no son los enemigos de nuestra vida
Lo que aprendí al mirar con ternura a quienes me criaron.
Como hijos, todos luchamos nuestras propias batallas. A veces sentimos que estamos completamente solos en ellas, y en ese dolor, olvidamos algo muy importante: nuestras batallas, al menos, son compartidas. Porque aunque no siempre lo veamos o lo reconozcamos, nuestros padres están ahí, alentándonos o brindándonos un sabio consejo, incluso en silencio.
Sé que lo que voy a decir parte desde un lugar de privilegio, porque no todos tienen padres atentos, amorosos o presentes. Algunos, incluso, nunca debieron serlo. Pero yo sí fui afortunada, y al ver la serie “Si la vida me da mandarinas”, algo me hizo clic. Me di cuenta de algo que he sentido durante años, pero que hasta ahora puedo poner en palabras. Para explicarlo, creo que primero tengo que contar quiénes fueron mis padres.
De mi papá no sé todo, pero lo que vi y lo que me contaron basta para admirarlo. Le llevaba a mi mamá unos treinta años (sí, creo que ella puso de moda el término “sugar daddy”), pero eso no impidió que juntos formaran un hogar con carácter y compromiso. Mi papá era comerciante, hogareño, siempre dedicado a su familia. Nunca faltó comida, ropa ni un refrigerador lleno. Nos cuidó desde la provisión silenciosa.
Mi mamá me tuvo a sus treinta. Es una mujer justa, detallista, cariñosa a su manera. Para ella, el amor se expresa en actos sencillos, constantes y silenciosos. Nos cuidó con ternura y firmeza, enseñándonos con el ejemplo. Hacía del hogar un lugar cálido, no por deber, sino por amor a su familia, especialmente a mi papá, su gran motor. Fue ella quien me dio el nombre “Cariño”, porque –como dice siempre– fui hecha con muchísimo amor.
Sé que esto apenas roza la superficie. Ambos vivieron historias más duras de lo que yo puedo contar. Mi papá, por ejemplo, huyó a Estados Unidos para no ser forzado a la milicia. Mi mamá, por razones que prefiero reservar en respeto a su privacidad, maduró muy joven. Su historia no es mía para contarla toda, pero la reconozco en su fuerza.
Al ver la historia de Ae Soon y Gwan-shik (los padres en la serie), entendí algo que quiero compartir: como hijos, muchas veces no valoramos lo suficiente a quienes nos criaron. Nos enfocamos tanto en lo que no hicieron o en lo que pudieron hacer mejor, que olvidamos lo esencial; hicieron lo mejor que pudieron, con lo que tenían y con lo que sabían.
Una frase me atravesó profundamente: “Nuestros padres jamás abandonan a sus hijos, lo más seguro es que un hijo abandone a sus padres.”
Y eso me hizo pensar: ¿en qué momento empezamos a ver a nuestros padres como los enemigos de nuestra vida?
Sí, todos cargamos con heridas, y muchos heredamos traumas que no pedimos. Pero si nuestros padres han sido más amor que daño, más esfuerzo que ausencia, más luz que sombra, ¿por qué ser tan duros con ellos? Ellos ya vivieron bastante. No están aquí para que los cambiemos, sino para que los abracemos tal como son, tal vez nosotros, como hijos, debemos aprender a ser más dóciles, más empáticos, más humanos con ellos.
No pretendo ser la hija perfecta. Solo sé que, como Geum-myung, deja a su primer amor, Young-beom, porque no cree merecer el trato que le da su suegra y porque tampoco ve que su novio la defienda, así como en su momento su padre defendió a su madre ante su familia. Entendí que el respeto hacia nuestros padres no solo se honra en la convivencia diaria, sino también en las decisiones que tomamos en nuestra vida; en las parejas que elegimos, en cómo los defendemos o los cuidamos cuando otros no lo hacen.
No todos los padres son iguales, pero si a ti también te cuesta la vida, imagina lo que les costó llegar a ser quienes son hoy.
Y por más adultos que nos volvamos, nuestros padres siempre nos verán como sus bebés. Como Gwan-shik miraba a su hija desde lejos en la estación o el día de su boda. Porque aunque crezcamos, los padres no siempre saben cómo dejarnos ir. No seamos malos hijos si nuestros padres no han sido malos padres.
No existe una lista para medir lo que dieron o dejaron de dar, solo hace falta observar con atención. No seamos como Eun-myung, que solo logró ver su dolor y no todo lo que su padre luchó por él. A veces, el rencor nace de no haber entendido el amor silencioso.
Nuestros padres no son perfectos, pero tampoco lo somos nosotros. Si la vida nos exige comprensión, ¿por qué no ofrecérsela a quienes nos dieron la vida?
Hoy, mientras escribo esto, me doy cuenta de que no solo estoy honrando la historia de mis padres, sino recordándome a mí misma por qué escribo. Porque al hacerlo, reconozco el origen del amor que me sostiene, el esfuerzo silencioso que me formó y la ternura que me ha acompañado incluso en los días más duros. Escribo porque vengo de raíces fuertes, de personas que hicieron lo posible con lo que tenían, y que, a su manera, me enseñaron a resistir, a sentir y a amar. Y si algo merece ser contado con respeto, es eso: el valor de saber de dónde venimos.
Todo mi cariño.