Mi mamá, mi hogar: la historia de una amistad que siempre estuvo ahí
Quién iba a creer que mi mejor amiga siempre estuvo a mi lado.
Y no me refiero a alguien que conocí por casualidad en la escuela o en el trabajo, sino a la mujer que me dio la vida: mi mamá.
Durante mucho tiempo pensé que necesitaba a alguien más para confiarle mis secretos, mis desamores, mis dudas y hasta mis locuras. Pero bastó crecer, tropezar un poco y mirar con el corazón abierto para darme cuenta de que ella ya era todo eso para mí.
No sé bien por dónde empezar, porque nuestra historia no sigue un guion de película… aunque, siendo honesta, podría parecerse bastante al de Las Chicas Gilmore. Curiosamente, no conocí la serie hasta la pandemia, pero al verla, fue imposible no pensar que, sin saberlo, mi madre siempre había sido mi Lorelai: cercana, imperfecta, sabia y profundamente amorosa.
Sé que las relaciones entre madres e hijas pueden ser complejas, a veces extrañas, otras intensas, y muchas veces difíciles de manejar. Pero creo que, más allá del vínculo, hay algo que a menudo olvidamos: nuestras madres también son mujeres, con historias, dolores, sueños y contradicciones. Ahí es donde empieza todo.
Nunca fui una hija especialmente rebelde. No por miedo, sino por conciencia. Claro que metí la pata más de una vez —varias, para ser sincera—, pero siempre intenté no cargarle la vida. Aun así, hubo momentos en los que me pasé de la raya, como aquella vez que no dormí en casa por primera vez, o cuando el corazón me llevó a cometer errores que hoy me dan risa… o un poquito de vergüenza.
Recuerdo muy bien esa noche. Había salido, bebido más de la cuenta, y mi mamá estaba aterrada. Pero cuando llegué, en lugar de regañarme, me abrazó. Y me dijo algo que aún llevo clavado en el alma:
“Te comprendo. Sé cómo se siente el amor a esa edad, te entiendo como mujer. Solo no me preocupes y dime dónde estás.”
Desde ese día, supe que no solo era mi mamá, sino una cómplice que aprendía conmigo. Tal vez a veces abusé de esa confianza, pero desde entonces he intentado cuidar nuestra relación con más ternura y responsabilidad.
A lo largo del tiempo, ella ha aprendido a soltarme sin dejarme caer. Cuando me hice mis primeras perforaciones —dos de un solo tirón, por cierto—, su reacción fue mitad drama, mitad comedia: “¿No te habrás perforado otro orificio también?”, me dijo entre molesta y resignada. Pero a los días ya se le había pasado. Con los tatuajes, fue algo parecido. Me dejó decidir, aunque no fuera lo que ella hubiera elegido en su juventud. Y eso me marcó: me dejó ser.
Convivimos incluso en mis primeras borracheras. Ella fue ese hombro —mejor dicho, ese pecho, esa espalda, ese todo— que me sostuvo en mis primeras lágrimas de desamor. Me acompañó a dejar la papelería para mi primer trabajo, y estuvo ahí cuando me lo dieron. Me ha caminado todos los caminos, sin importar cuán largos o inciertos fueran. Ha sido mi mapa, mi refugio y mi motor.
Nuestra relación está hecha de charlas que se dan cuando menos lo espero. A veces sobre el amor, otras sobre el miedo a crecer. Y en esos momentos profundos, ella también se abre. Me dice cosas como:
“Es difícil ver que los hijos crecen y ya no te necesitan como antes. Ya no te piden permiso, solo te avisan.”
Y sí, es cierto. Crecer duele para todos. Para ellas también. Uno cree que madurar es alejarse, pero muchas veces es simplemente volver distinto, volver más consciente, y aprender a escuchar sin soberbia.
Agradezco tener a la mamá que tengo. No soy la mejor hija, lo sé. He cometido errores, he tomado decisiones impulsivas, he cruzado límites que a veces ni yo comprendo del todo. Pero incluso en esos momentos, ella ha sabido respetarme y confiar en que encontraría mi rumbo.
Hay elecciones de vida que quizás no compartimos del todo, hábitos que cuestiona y temas que no siempre podemos hablar con facilidad. Pero incluso en su desacuerdo, mi madre ha elegido acompañarme con respeto. Para ella, mientras mis decisiones no se conviertan en cadenas que me destruyan, confía en que cada experiencia será parte de mi crecimiento.
Cada vez que me enfermo, ahí está ella, siempre, cuidándome con amor. Podemos no estar de acuerdo en muchas cosas, pero sé que en lo profundo llevamos dolores parecidos que no siempre mencionamos. Tal vez por eso nos cuidamos con ese tipo de amor que no necesita explicación: simplemente nos hacemos gancho.
Mi mamá me enseñó lo que es el amor, me enseñó que sentir no es debilidad, sino un superpoder, su sensibilidad —esa que muchos no ven o no entienden— es la raíz de la mía. Ella llora con canciones, con recuerdos, con palabras. Por ella conecté con la poesía, con las letras, con lo que duele y transforma.
Y aunque ella a veces duda de sí misma, yo no tengo ninguna duda: si alguien hubiera creído en ella como ella cree en mí, habría escrito libros enteros, cambiado mundos, y tocado más almas de las que ya toca. Pero aunque el mundo no lo sepa, yo la reconozco todos los días. Y todos los logros que en algún momento alcance, serán también suyos. Siempre.
Hoy, más que una carta para otras hijas, esta es una carta para mi mamá, porque:
Gracias por ser mi hogar hecho persona.
Gracias por ser amor, del más puro y sincero.
Gracias por seguir viéndome como tu niña, incluso cuando batallo con mi adultez.
Gracias por tu eterna frase: “Lleva un suéter”. Porque sin duda esa frase me acompaña cada vez que salgo.
Gracias por aceptarme como soy, por nunca juzgarme, y por impulsarme a ser mejor cada día.
Gracias por ser la mujer que eres. Y por convertirme, a tu manera, en la mujer que soy.
Y si alguna vez llego a ser madre, será porque tú me enseñaste cómo se hace: con amor, con confianza, con entrega, y con la magia de creer en alguien, incluso cuando ese alguien aún no cree en sí misma.
Todo mi cariño.