El día que el cielo me enseñó a amar distinto
Una carta para quien partió, y para quien llegó con luz.
Gracias por leerme, querido(a) lector(a). Cada miércoles tendrás un nuevo escrito. Este en particular lo escribí el sábado, aunque lo estés leyendo hoy miércoles.
Hoy no es miércoles, pero sí es sábado. Y no cualquier sábado: esta fecha está tan marcada como algunas otras; en realidad, es una de las más importantes, porque representa el inicio de una vida. Este escrito, aunque lo publico un día inusual, surge de una necesidad profunda de honrar esta fecha tan significativa para mí.
Hoy mi papá estaría cumpliendo 93 años. Y claro, aunque es una edad que uno dice –¿quién aguantaría tanto?–, sí, hay personas que ya van para sus 100 años. En mi caso, mi papá falleció hace 22 años. 22 años que no parecen mucho, pero sí lo son de ausencia, de un vacío que dejaste y cuyo recuerdo está tan anclado en mi pecho.
Creo que el inicio de este mes me hace sentir melancólica, nostálgica, de cierta forma reflexiva. Intuyo que es porque este mes es de mucho movimiento de emociones mezcladas, no solo por ser el cumpleaños de mi papá, sino también porque se celebra el Día del Padre. Creo que siempre he entendido a Annie en la película Juego de Gemelas, cuando, en el papel de Hallie, le dice –todo lo que ella extrañó al decirle papá–, ignorando que se lo está diciendo su hija de 11 años que jamás ha tenido a su papá al lado.
Por mi parte, yo quisiera contarles cómo era el mío para que tengan una perspectiva de lo mucho que atesoro estos recuerdos, y así también del porqué guardo un sentimiento tan fuerte hacia mi papá, pese a que no lo he tenido durante 22 años.
En mis vagos recuerdos, siempre estaba al lado de mi papá, me le pegaba como una pulga: ya sea colocándole ganchitos en su pelo lacio o viendo la serie de Tom & Jerry. También recuerdo que algunas mañanas, antes de irnos al colegio con mi hermana, mientras él se rasuraba frente al espejo, yo era cual personaje de Shakira, moviéndome y cantándole la canción:
Lero-lolé-lolé, lero-lolé-lolé
Sabes que estoy a tus pies
Contigo, mi vida
Quiero vivir la vida
Y lo que me queda de vida
Quiero vivir contigo
Contigo, mi vida
Quiero vivir la vida
Y lo que me queda de vida
Quiero vivir contigo
Él solo se me quedaba viendo y se reía, haciendo cara de que si así era de pequeña, qué le esperaba cuando fuera grande. –¡Ajá! Tenía el superpoder en ese entonces de leerle la cara y la mente–.
Mi mamá me enseñó siempre a saludar de beso en la mejilla. No recuerdo por qué era así en ese entonces, pero así era. Y por qué menciono este pequeño detalle: resulta que cerca del comercio de mi papá había otro comercio de plásticos y un policía de seguridad que, a mi parecer, era muy agradable. Yo siempre lo saludaba cuando mi papá nos dejaba cerca del comercio. Como se volvió rutina, llegué en algún punto a darle el beso en la mejilla, pero hubo una de esas veces que mi papá se dio cuenta de cómo lo saludé. Al llegar al local, luego de haber ido a parquear el carro, me preguntó –¿por qué besaste a ese señor?–. Yo le expliqué que siempre lo saludaba y que mi mamá ya me había enseñado a saludar de beso, y él me dijo: –sí, pero no a todos se debe saludar así. El beso es algo más íntimo, con personas más cercanas–. No sabía si lo decía por celos o por darme una lección para mi futuro. Al final, tan solo era una niña de entre 5 o 6 años.
Realmente mi papá me dio grandes lecciones y de una forma poco inusual. Él no estaba todo el tiempo en casa, pero su presencia era sólida. Recuerdo que mi mamá era con la que más estábamos, pero mi papá siempre llegaba para la hora del almuerzo, cuando nos iba a recoger del colegio con mi hermana. Tomaba todos los días tarde y noche un vaso de whisky. En ocasiones especiales veía que le daba más de algún regalo a mi mamá, como una taza o algo que yo decía –¡qué bonito ese amor!–. La verdad, yo era una niña que entendía sobre el amor a temprana edad, pues no me producía asco al ver sus actos amorosos cuando de vez en cuando los hacían enfrente como ejemplo; un beso o un abrazo de mi papá hacia mi mamá o viceversa.
Tenía amigas a las que eso les llegaba a molestar, como cierto celos, y jamás entendía por qué sucedía esto, posiblemente como algún caso de Edipo o Electra les llegaba a suceder, pero en tal caso no fue el mío. Siempre, incluso, atesoraba el llegar a tener algo igual de bonito como la relación que veía en mis padres.
En la infancia, es común que algunos niños y niñas desarrollen un vínculo emocional particularmente fuerte con el progenitor del sexo opuesto, lo que puede generar una forma inconsciente de rivalidad o celos hacia la figura parental del mismo sexo. Este fenómeno fue descrito por Sigmund Freud como el complejo de Edipo en el caso de los niños, y más adelante Carl Jung propuso el complejo de Electra para referirse a las niñas.
Este tipo de reacción puede manifestarse en la incomodidad o rechazo que algunos niños sienten al presenciar expresiones de afecto entre sus padres, ya que pueden interpretarlo como una amenaza a su lugar dentro del vínculo familiar (Freud, 1924; Jung, 1959).
Sin embargo, no todos los niños lo atraviesan de igual manera. En mi caso, lo que observé entre mis padres no me provocaba rechazo, sino admiración. Para mí, era hermoso presenciar cómo se demostraban amor. Desde pequeña, su relación fue un ejemplo afectivo que me hizo desear construir algo igual de bonito en mi propia vida.
Pues, al final, eso era mi papá: un lugar amoroso, seguro, sincero, donde no existía el machismo. Claro, yo te describo acá desde la percepción de hija, de cómo era la relación de mi papá y mi mamá. Y cuando uno es pequeño no visualiza todo en su entorno. No digo que mi papá fuera malo, al final las relaciones de pareja siempre son complejas, y las de mis padres creo que las hicieron funcionar bien a pesar de que mi papá le llevaba a mi mamá 35 años de diferencia. Posiblemente tenían altas o bajas, jamás percibí algo diferente o que se trataran mal. Incluso, para mi parecer, fuimos criadas con mucho amor y aplaudo mucho cómo ellos manejaban toda esa situación, porque muchas veces hay que tener una gran inteligencia emocional, no solo para cuidar a sus hijas, sino para no transferir sus traumas de cierta manera o las cosas que incluso de ellos mismos no soportaban. Admiro mucho eso en ellos, pues siento que lo hicieron muy bien.
Otra de las cosas que nos enseñó mi papá fue el cómo se debía tomar. Cuando mi mamá preparaba una comida como espaguetis a la boloñesa, mi papá nos servía en uno de esos vasos tequileros vino con la comida, y nos decía, tomando un sorbo: –Hay que saborear, esto no es agua, se trata de convivir, no de empinárselo–. Pero desde pequeña creo que ya sabía que, aunque le entendía lo que decía, tal vez lo ignoraba, ya que cada que mi mamá revisaba la cajita de vino, siempre ya estaba casi vacía, porque claro, yo a escondidas de vez en cuando iba por un sorbo. –¡Ahora entiendo el amor por el vino!–
A mi corta edad, recuerdo que tenía un gran potencial para decir lo que se me ocurriera y que no tenía vergüenza de decir las cosas. Íbamos a algunos funerales por algún amigo de mi papá o familiares incluso, y me ponía a conversar con los amigos de mi papá, cual potencial de psicóloga desde entonces. Al despedirse de mi papá, le mencionaban: –Vaya, Oscarito, ¡sí que tienes una hija parlanchina y cero tímida, tiene tus dones!–. Más que todo, recuerdo cómo me hacía esa mirada como de orgullo porque decían que me parecía mucho a él, pues mi papá era un gran comerciante. Recuerdo también cómo me introducía en la cocina solo para ver cómo mi mamá cocinaba hasta que un día hicimos un desayuno en la cama para mis papás. Mi hermana era la mesera y yo, cual chef, haciendo huevos, tratando de que no se quemaran las salchichas y tortillas. El café y los frijoles ya estaban hechos, claro, por mi mamá; yo solo los calenté. Y esa fue la primera y única vez que pudo probar lo que le preparé.
Creo que todo eso al final lo atesoro, pues no sabía que nos quedaba muy poco tiempo por compartir. –Y sí, con un nudo en la garganta estoy escribiendo todo esto–. Porque la parte más dura es:
¿Cómo se empieza a vivir a los 8 años sin un padre?
Quisiera decir que ya no duele su recuerdo, que ya he superado el dolor, pero no, la verdad con el corazón en la mano no puedo decirlo. Sí se puede llegar a tener una normalidad, convives con la ausencia, el dolor, pero ahí sigue él clavado en el pecho, en los recuerdos, en cada rincón de la casa, porque –¡Oye, papá, no ha cambiado mucho desde como la dejaste!–.
¿Cómo se vive con tanto amor sin poder entregarlo a quien ya no está?
Quisiera decir que cuando me rompo en llanto no pienso en ti, porque es cuando más anhelo un abrazo tuyo, un consejo. Una vez en terapia el psicólogo me dijo que, más que reprochar tu partida, me preguntara –¿qué hubieras hecho en mi lugar?–. Pero la verdad es que vuelvo a ser esa niña de 8 años donde su mundo se le desmoronó al ya no sentir ese abrazo de ese hombre que era el amor de mi vida, del que compartimos muchos momentos, pero del que también hicieron falta muchos otros más.
¿Qué hubiera sido de mi vida si aún estuvieras aquí?
Recuerdo que a mis quince años me negaba el hecho de que no pudieras bailar el vals conmigo, de verme convertirme en una señorita, esa mirada que me hacía sentir segura de mí misma y me motivaba a ser quien era.
A veces no sé si estos recuerdos en verdad lo son o si con el tiempo solo se han transformado y alterado en lo que quise que fueran. No entiendo si tu muerte hasta me hizo entender que debo valorar más a los vivos; incluso, con mayor razón, honro a mi madre. Porque en el caso de mi papá no tuve ni el tiempo de despedirme, de decirle lo valioso que ha sido para mi vida, de darle un último beso.
Entiendo que esto que escribo puede ser algo muy personal, incluso íntimo y con mucho dolor, pero sinceramente honro tu día, este en especial donde naciste. Fuiste el hombre del cual mi mamá se enamoró y eligió como mi padre, de lo cual no estoy nada arrepentida, sino agradecida. Ya se acerca el Día del Padre y para mí es siempre algo difícil esta fecha, pero he pensado sobre ese día en especial y de cierta forma creo que bien dice que donde hay muerte, hay vida o viceversa, pues también es un día mezclado de muchas emociones. No descarto la ausencia, el anhelo, el deseo de tenerte, pero sí en cierta manera me he reconciliado: este día es un día con muchos contrastes porque he tenido 22 años en los que sentía un vacío. Es un día donde perdí al amor de mi vida, pero en el camino de esta vida también es como un regalo para mí porque le ha dado sentido en convertirme por segunda vez tía.
Por eso este día es un contraste porque, aunque me invade la melancolía, eres tú quien hoy en día navegas y destellas cual Estrella de mar en nuestras vidas.
Agradezco que seas el regalo que me ha devuelto Dios por tu vida en este día y encontrarle otro sentimiento, otra emoción, otra forma de querer, porque desde hace 13 años me regresaron los colores cuando todo era gris por ese sabor amargo que dejó mi papá, pero que llegaste tú a llenarlo con risas, travesuras, con ocurrencias.
Gracias a ti por devolverme esa luz, la alegría y el amor, que deseo sea triplicado para tu vida y que en tu caminar siempre encuentres la sabiduría.
“No se supera el dolor eliminándolo, sino dándole un lugar en el alma.”
(Cita adaptada de la filosofía de Carl Jung sobre el duelo y la sombra)
Porque vivir sin ti, papá, no ha sido fácil. Pero gracias a ella, gracias a la vida, hoy he aprendido que el duelo no consiste en olvidar, sino en aprender a vivir con amor… incluso desde la ausencia.
Todo mi cariño.